Cincuenta y seis luceros apagados, formas sin sombra, curvas
en recta. Mi yo se acerca al espejo, no quiere, se niega, no acepta, lo
intenta, revienta. Al fin y al cabo no debe ser tan malo lo que vea ahí
fuera. Mi yo se mira las manos y observa
cuatro alargados bultos azules que, según dicen, son las venas. Sigue mirando y se da cuenta de la negritud y
la profundidad de las arrugas de las manos. Una se abraza a la otra, ellas
siempre han sido amigas, nunca han encontrado a una tercera. Mi yo sigue observando,
subiendo por los rasgos de una máscara que oculta el tiempo y los años, de unos
ojos verdes que intenta apretar con
engaño, y no seguir viendo, y no seguir mirando. Mi yo se acerca al reflejo y
en el paralelo dibujo que traza el gélido cristal, toca su pelo blanco y no
piensa en nada, y es que nada es su vida.
Completo silencio.
Nadie escucha.
Mi yo no tiene un tú, un vosotros, ni mucho menos un
nosotros y se refugia en aquella parte del cerebro que todavía le queda
servible. Mi yo no es lo que se ve, es
lo que se esconde, pero ¿y qué le hago yo si no soy dueño de esta vida?
Sigue mirando a través de la imagen y no se reconoce. Ahora
pone la vista sobre unas viejas fotos que, bañadas en polvo, le cuentan
historias. Historias que tampoco reconoce. Según dicen, ese era él, y según
cuentan, esa fue su felicidad.
Felicidad intocable,
envidiable,
entrañable,
imposible.